sábado, julio 04, 2009

Naúsea para seguir viviendo. Ida.

Siempre que la soledad le sorprendía bajo de defensas y a contrapié, para hacerle cara se escapaba a Madrid, o era ésta la que le engullía como magnífica maquinaria de succión de largo alcance; Madrid siempre representa un punto de inflexión en sus vivencias, con su fuerza que como escarcha en la ingle te mantiene alerta, despierto y ausente de problemas ajenos. Esta vez la ciudad de los rincones iba a convertirse en la cura a su soledad, sanarle con su nervio y sentirse arropado por los atletas y contorsionistas que allí residen. El completo aislamiento al que se ve sometido antes de su viaje se traduce en más de un año sin que suene su teléfono y a esta circunstancia se suma que aquellos que no llaman, aquellos que ahora tienen llagas en la palma de la mano y en la yema de cada uno de sus dedos, incapaces de marcar uno sólo de sus números... seguro en su soberbia y suficiencia mantienen el regusto del calimocho de mora y el vermouth de Malasaña que sólo sirven en Madrid a cambio de unas breves palabras de carácter adivinatorio. Y es que en levante se olvida pronto y se juzga antes. Por eso huye, para vomitar su alma, para caer de espaldas en el suelo lleno de mugre de algún bar donde las arterias se quieren suicidar, para romperse los dientes con banderillas que mantienen el hueso de unas aceitunas pinchadas de soslayo. Madrid mejor que nadie entenderá su soledad, en este lugar se da la atmósfera que es consultorio emocional, te peina el viento que es aliento del Chorro cantando en el bar Triana y millones de ojos te miran pidiendo una prórroga para desempatar el duro partido de sus vidas. Ahora se encuentra en el tren, equidistante entre el prejuicio y la presunción de inocencia, casi dormido, con el estómago destrozado por la lucha y deseando llegar a Atocha para comenzar el exorcismo.

Seguro que la capital mejor que nadie entiende su deseo de que todo vuelva a ser tan leve como antes, deseo de que aquellos amigos que eran hermanos de alcohol, droga, sexo, mus y vida no se hayan convertido en unos viejos a los que la sonrisa se les ha convertido en una mueca de rencor. La frustración. Necesita llegar ya, sentir Madrid, la náusea para seguir viviendo, ser un presunto peatón en la capital, y que ésta le robe con su metro que es puñal y hurón en el bolsillo y que su cuerpo serpentee los mejores mariscos y camellos; para terminar mojando su bigote con la espuma de una buena cerveza en Goya o bajo su atenta mirada, la mejor del mundo.

Que Madrid se quede hueco y dentro de él toda su labia y que en sus huecos habite por siempre la pena, retumbe su voz y como eco haga vibrar hasta la última cuerda vocal de su garganta que es desgarro. Y todo en su mente, imaginando en la butaca de un Alaris que ya no se inmuta ante las absurda energía que emite su pasaje, en su butaca se siente culpable, tal vez algo apesadumbrado por el carácter que le lleva a encerrarse en sí mismo cada vez que la vida atenta contra su alegría y se esconde, refugio que se alarga durante años por una vida de expectativas que siempre tardó en llegar, llegará.

En el camino se teje un vagón de lenguaje y filosofía corpórea, un supositorio dirigido que podría responder al nombre de la "descomposición de la hiel"; pepino cósmico a ras del suelo que a su llegada comienza a borrar el paladar amargo de las penas y las sinrazones que brotan sin darte cuenta con el paso de los años. Ácratas de la vida que no se conforman con el devenir de la cólera y compran su billete para redomar las papilas gustativas del alma. Largas piernas que descansan tras escuchar la nana de unas palmas flamencas, ojos en bandeja de plata su barbilla mirando al cielo y preguntándose si será el mismo que cubre Madrid. Ese cielo con luces de neón y polímero gris pálido, sólo más bello por el reflejo de su mirada. Al lado de nuestro solitario hombre viaja derramado sobre su asiento un hombre de tez morena que especulando con el ladrillo cobró conciencia de que su vida estaba vacía, camina con aire sobrador independiente de crisis alguna pero con una pena infinita en su interior y aceite de hígado de bacalao en sus labios cada vez que se mira en el certero espejo que todos los días nos refleja, cinco minutos antes de dormir con un nudo en el estómago. Casi todos hemos dormido alguna vez abrazados a un bacalao, piensa nuestro hombre, con algas entre los dedos de los pies y manchas de alquitrán en el pecho, otro maldito petrolero.

Madrid espera, te acoge, te forma y te deforma, te roba la vida y te regala el futuro que puedas pagar con la moneda de tu alma en un manido mercado de segunda mano. El diablo que gobierna en cada esquina te compra el alma por un puñado de risas y una arcada de triunfo. Deformado de Madrid sales ileso y sudoroso como el despertar de un mal sueño. Sano. Y entonces tocará volver a levante, a las llagas y el rencor de un mar con orilla constante y agua caliente de sus celos al océano. Temperatura anómala que es morada de medusas, que te rozan las manos y son llagas y las llagas no le llaman y el rencor calienta el mar y más llagas y ya nunca nada será tan leve como antes. Perdón.

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viernes, agosto 29, 2008

El calor de los borrachos (Parte I)

A la gente enferma le encanta viajar, les gusta pasear sus marcas y alinearlas en las interminables colas para adquirir billetes. En una de esas colas pude ver a una mujer de origen bielorruso de sublime belleza, la misma que captaba mi mirada para descubrir al instante que sus ojos se separaban, cada uno a un lado a distintas velocidades, ojos carentes de armonía alguna, como si el desacuerdo emocional y su cerebro enfermizo no le bastase siquiera para consensuar hacia donde dirigir la mirada. Los enfermos se agolpan, unos con manchas violetas que tiñen de uno de los siete colores del arcoiris las insípidas calvas de la fealdad, otros convulsos cambián el tamaño de sus ojos, los reducen los expanden y los limitan hasta formar con ellos figuras de dudosa licencia. Casi nunca se puede viajar sin ver enfermos, sin que nos muestren sus heridas, la punta del iceberg que en sus cuerpos expresa la infinita tristeza que alberga el interior, heridas que carecen de valor ya que no son fruto de lucha alguna. Morir después de luchar sólo tras saber que te están matando.

No se pierdan la oportunidad de enfermar y pasar un tiempo en el hospital, para ver el mundo tras el prisma de los enfermos, para ver el amarillo de las pieles y las ojeras que caen sobre los hombros ya encogidos, el sabor amargo mezcla del paladar seco y la monotonía gastronómica de los sanatorios. Dentro de esas habitaciones el resto de la ciudad parece distar kilómetros, cuando miras por la ventana, desde alguna de esas salas acristaladas donde reciben visitas los que aun pueden caminar, puedes casi tocar la realidad pero en cualquier instante un aullido o un llanto de dolor te devuelve succionado a ese pasillo donde sólo puedes mirar al frente. Y nos compadecemos?, Sí, lo hacemos por miedo, ese miedo que tenemos todos a ser el niño que no nace y en vez de responder al nombre que sus padres con amor eligieron para él y después poder crecer y errar libremente eligiendo su destino, todos lo recuerdan con el nombre de aborto. Y es que si no sales del vientre no has existido. El miedo que provoca ser recordado como un aborto sólo es comparable al miedo que provoca la palabra cáncer, hoy todo es cáncer, un lunar en mi cara es un cáncer y yo sólo puedo pensar en cuando llegará el momento en que me decapiten para que la irregular anomalía se pueda degradar con mis restos y devolverle a la tierra una pequeña parte de lo que le he quitado.

Miedo a esa palabra, al crecimiento incontrolado y la división más allá de los límites, como medio de transporte la vía linfática y sanguínea. Enfermedad que no se muestra, que se vive en soledad y se incuba, que te mata y te denigra hasta el punto de desear haber sido un aborto. Crecer por crecer para convertirse en un ente enfermo y no vistoso, sin ojos que se malforman, ni manchas violetas, sin erupciones cutáneas ni miembros amputados, sólo unos ojos tristes durante y tras la lucha y la guadaña haciendo tiempo. Justo el tiempo necesario para cercenarme la cabeza y el maldito lunar. Los enfermos de cáncer viajan a nuestro lado en el vagón del tren, todos tenemos uno cerca y uno dentro que pronto se nos presentará. Y los que vencen... dejan de crecer.

Existen lugares donde no viven los enfermos, por extrañas circunstancias esos lugares nunca fueron ni origen ni destino de viaje alguno. Uno de esos lares es el Barrio de Russafa en la ciudad de Valencia, Por mucho que se pasee por sus calles no se divisan enfermos, las agencias de viajes cierran por falta de negocio ya que como bien he mencionado antes a los enfermos les encanta viajar. La prosperidad de este barrio es fruto de la salud y la fuerza que reina en sus calles, los enfermos han sido expulsados por alguna extraña razón que no alcanzo a entender, tal vez una perspectiva de la vida basada en la moral para médicos de aquel filósofo alemán al que su hermana le envenenó las líneas, tal vez por comodidad o por una concepción paisajística que aún no se han alcanzado en otras zonas residenciales inimaginadas por Ildefons Cerdà o bien su periodo enfermizo es corto, casi diferencial, y no da tiempo de verlos antes de que sea demasiado tarde y la caja de pino abrigue su cuerpo ya terminado.


En busca del motivo de esa aparente y fabulosa salubridad un día me encontré con algo que podría ser un indicio. En la entrada de la pequeña y misteriosa calle chella (se cuenta que tiene entrada pero nadie ha llegado al otro lado) se había dispuesto un viejo pupitre con la estructura conformada por elementos tubulares pintados de un color verde que rehuye de cualquier esperanza, por zonas la pintura se desprendía y tras ella asomaba el verdadero color marronáceo de aquellos elementos fabricados para no agradar, sobre la estructura tubular un tablero de conglomerado forrado con una triste chapa que en sus cantos redondeados simula con vetas estar formado por láminas superpuestas. Junto a la mesa una silla a juego con la misma pero, si cabe, con sus trazos más escuetos, el cuadro cambiaba cuando sobre la silla se adivinaba sentada una persona de grandes y redondeadas dimensiones, ser humano de igual grosor en su frontal y en su canto, de frente grasienta, boca cuarteada y nariz incompleta como único sustento a unas gafas de soporte metálico, en todo su rostro múltiples agujeros y hoyuelos provocados por los picotazos de aves que deben haber perdido el sentido del vuelo y del juicio. La tez de aquel hombre no era de color uniforme y las manchas en la misma se tornaban por zonas azuladas, violáceas, amarillentas y negruzcas. Me pareció ver como de su mano derecha se desprendía el dedo meñique hacia el suelo donde impactaba y se rompía de manera frágil en dos o tres pedazos. Aquel dedo era de color negro, el menos abundante en la increíble superficie de aquel fenómeno. En su otra mano asía tembloroso una botella de plástico transparente, como las de agua, pero llena hasta un tercio de la misma con un líquido de color rosa pálido. En ese mismo momento aquel individuo se dió cuenta de mi presencia, me miró con sus ojos muertos, incapaces de expresar sentimiento alguno, llevó la botella a la boca y tras ingerir tres o cuatro tragos de la misma se adentró en la calle con premura y lo perdí de vista no sin antes ver que su piel cambiaba de color y se volvía algo más pálida y similar a la tez de cualquier otro vecino del barrio. Todo esto ocurrió en cuestión de segundos y culpando a mi borrachera de mis fantásticas visiones regresé a casa, no sin prometerme volver en busca de otro indicio.

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viernes, mayo 23, 2008

Contar tristeza

Fue en mis los primeros años de infancia, justo cuando luchaba por destacar por encima de los que me rodeaban, para forjar mi carácter parásito, nunca suficientemente saciado de sentimientos ajenos. Fue en el momento en el que aprecié la inexistencia de un Dios, al saber que yo no lo era, en ese mismo momento me di cuenta de dos cosas, mi falta de sensibilidad y mi falta de intuición. La primera falta me hace no llorar ante la ausencia, ni siquiera derramar una lágrima ante el dolor ajeno, a veces hasta puedo imaginar escenarios de dolor fabuloso para intentar emular en mi soledad como sería mi comportamiento en ese momento. Vivir sin sentir, sin sentir amor, dándole al mismo el único valor que se le da a una fuente de sentimientos de la que poder alimentarme hasta que se quede seca, momento en el que la abandonaré en busca de otra sin llorar gracias a la cegadora voracidad que me guía. Vivir sin sentir pena, con una sonrisa dibujada, relativizando cada mal como si de ese modo dejase de estar presente, buscando una explicación que sane en cada momento, pero sólo momentáneamente, cura transitoria para que la pena no obstaculice mi hambre de vivencias. Así me he rodeado de personas que rebosan sentimientos, una fuente de energía que me garantiza el sustento ante la imposibilidad de la vida eterna. La segunda falta me impide ver la maldad en el prójimo, me evita ver segundas intenciones, caras ocultas u otras cosas que me pudiesen negar un acercamiento hacia ellos. De esta manera he abrazado a mucha gente en el sentido literal y figurado, diferentes olores, diferentes cáscaras que yo examino con descuidada precisión. Así se me muestran cada uno con su máscara y yo impotente al no ver más allá del maquillaje, hasta que algún sabio con nombre de emperador me abre los ojos y me muestra el carnaval que desfila cada día en nuestras calles. La falta de intuición me impide crecer, me condena a una simplicidad digna de un objeto carente de partes móviles, no veo el amor, el odio, los anhelos… sólo veo piel, sudor y pelo. Entonces me doy cuenta que estas dos faltas son las que me han hecho ser especial.

Debido a mi carácter singular desde muy pequeño al no percibir lo ajeno con la pericia que lo hacían los otros tuve la ocurrencia de crear listas, tediosas listas en las que anotaba comportamientos repetitivos sin escatimar esfuerzos en la recopilación de los datos, la falta de intuición me obligo a enumerar, a resumir mi vida en largas listas que también albergarían mis miedos y mis mentiras. Desde que tuve la capacidad de escribir guardaba aquellas listas como si de un tesoro se tratasen, listas que a mi modo de ver en un futuro tendrían un valor incalculable a la hora de adoquinar mi camino. En un primer momento fueron listas triviales, días que se tardaba en gastar un bote de Calcio 20, números de las diferente líneas de autobús que me cruzaba por la calle o desde el coche, color de los coches que pasaban tras la ventana que separaba mi parte superior de litera de la calle etc. Las listas iban aportando decepciones casi de manera continua, en primer lugar la lista en la que se encontraban los datos de los días en los que se vaciaba una botella de Calcio 20 eran casi siempre los mismos y surgían de dividir el contenido del bote entre 4 cucharadas que puntualmente se bebían mis hermanos y yo,eso siempre que ninguno hiciera trampa y tras beberse la botella entera la rellenara con leche cometiendo errores que yo detectaba puntualmente con sorpresa y satisfacción. En segundo lugar la compañía de autobuses repartió entre los usuarios un desplegable con todos los números de sus líneas, trayectos que hacían e incluso un mapa de la isla croquizando dichos recorridos. Y por último los coches blancos y las motos ganaron con contundencia a los coches de color y vehículos especiales. Tres decepciones que me hicieron modificar esta última lista, añadir datos falsos, contar doble, engañaba en el papel y me engañaba a mi mismo para que el color ganase la batalla a la ausencia del mismo. Me atemorizaba la idea de una mayoría sin color, una mayoría gris, ambiciosa y que me juzga, se alargaba la sombra de una muchedumbre que infecta de necedad se me cruzaría tarde o temprano en el camino.

Así me paso largos ratos, modificando mi base de datos para que siempre gane el color y que mis listas cada vez más débiles y viejas mantengan en su seno y en sus nexos la base de mi casi extinta felicidad.

Aquellas listas siguen residiendo dentro de mi, pocas quedan en papel, tan sólo alguna carpeta en la que se acumula la falacia escrita, pero en cada paso que doy son ellas las que coordinadas en una ecuación imposible y e irresoluble me marcan el camino. Así me muevo azaroso guiado por un tropel de listas desbocadas, irreverentes y corruptas, anulo la creación de nuevas listas, pero la falta de intuición me obliga a volver a enumerar y así me sorprendo en la calle realizando otra lista al pasear. Lista ante la que el resto se postran y en la que se embeben, lista que me rigidiza la musculatura facial y sustituye mi sonrisa por una mueca siempre ajena para mí.

Llevo semanas caminando y observando el rostro de aquellos que transitan por las mismas calles que yo, el belfo inexpresivo, las bocas incapaces de esbozar una sonrisa. Rostros mayoritariamente tristes, envejecidos y convexos. La lista tenía un claro ganador, existía una mayoría de gente incapaz de sonreír, eso podría explicar la irrelevancia de sus vidas pero no me dio pena, en vez de eso el asunto empezó a preocuparme ya que mi rostro a ratos se volvía rígido y ante un espejo en ocasiones era incapaz de sonreír y si lo hacía era a costa de un enorme esfuerzo por cambiar la expresión de una boca que ya era la de una muchedumbre infeliz. Algo había cambiado mi mueca, lo que ni la muerte ni el desamor hasta entonces había conseguido, el asunto se agravaba si consideraba que este hecho ya estaba reflejado en una lista que se propagaba como la peor de las enfermedades, ahora había dejado de ser yo para ser ellos, para ser domado por una lista que sentenciaba de muerte a mi alegría.

Mi afán por contar tristeza me había convertido en el espejo, en el nítido reflejo de la misma, pero ya era difícil echar el tiempo atrás, la lista y todos esos rostros desfigurados por la pena ya estaban en mí como una mayoría enjuta, estéril y desnutrida que había tomado posiciones para dinamitar lo que quede de mi esencia. Miré a mí alrededor, a las fuentes de sentimientos, pero no era suficiente, todo entra precipitadamente en un estado de putrefacción irreversible, y si no es así se encuentra demasiado lejano en el tiempo o en el espacio. ¿No existe nadie tan fuerte como para iluminar mi gesto? Hice un esfuerzo y me acordé de tres ninfas, las fui a buscar con la mente y con el cuerpo para escucharlas, para sentir el aliento tras sus voces, para tocarlas. Tres islas de sonrisa amplia, tenía que encontrarlas.

Mi viaje comienza regresando a un antiguo hogar, miré hacia él y extendí su eje principal cinco veces, para situar el polo sur y orientarme observando el reflejo de un giro que yo me empeñé en imaginar como el giro de un reflejo. En este hogar residí largos años, bajo su techo de sábana colgada apoyaba mi cuerpo en expansión en una barra donde siempre me ponían dobles raciones de cerveza. Las dobles raciones de cerveza siempre me daban fuerzas, alas de esa imaginación que sólo puede ser aniquilada por la resaca, no cambiaba nunca nada salvo las manos que me entregaban mi primario combustible, unas veces ásperas manos de trabajo bien hecho y otras veces manos tan delicadas y suaves que se rompían como porcelana contra el suelo que también era de sábana. En aquel lugar aprendí a cazar mamíferos con dardos que posteriormente me guardaba ensangrentados en una bolsa hecha de piel de camello y que sonaba como un camello, también aprendí la diferencia entre una sonrisa bonita y una sonrisa sincera, entre la soledad y el silencio de las tardes de domingo y también entre el esclavismo y las ganas de vivir que se proyectaban como vómito en una bolsa que llegó tarde y convirtió la libertad en un aspersor latinoamericano. Al llegar a aquel lugar en el que tanto había vivido me di cuenta de que ya no era el mismo, las sábanas eran madera y la constelación que antes era daga y sangre ahora representaba un canguro mitológico mitad albino, mitad tostado por el sol. La cerveza ya no era cerveza y el que me enseñó a cazar mamíferos se había cortado la coleta, lo que no cambiaba era la suavidad de unas manos y la aspereza de otras y a eso iba yo, a mirar detrás de la barra en busca de una sonrisa que formara parte de un bucle que me diese fuerza para volver a ser yo mismo. Y allí estaba, como un foco, su sonrisa deslumbrante en el centro de aquella cara que se empeñaba en cambiar cada día, no para ser más bella sino para serlo de otro modo, belleza polimorfa y constante. Allí estaba sola, solita y sonriente, con una fe ciega en el amor que le había hecho inmune a los decadentes agentes externos, se me acercó y me dijo: “No me cuentes nada triste que yo aún sigo creyendo en el amor”, se giró de manera brusca y una bocanada de aire me acaricio el rostro y sentí su olor mezcla de hierba mojada y frutos rojos, casi de manera automática saqué la lista maldita y apunté su nombre, una batalla perdida para los rostros convexos.

Mi viaje continúo no lejos de allí en un lugar que se sitúa en el epicentro mismo de la huerta de Alboraya, un horno de pan sobre el que se vierte aceite denso y verdoso, de oliva nueva y con carácter, un aceite obtenido al prensar las mismas con los dedos meñiques de ambas manos uno contra otro y una sola vez, sobre el pan y el aceite cualquier cosa que escupiese el campo. Siempre que regresaba a la casa de Fernando el católico, como le gustaba que le llamasen a aquel hombre de campo analfabeto por vocación e infeliz casi por equivocación, lo primero que hacía era comer y cada bocado que daba me hacía escuchar de manera más clara una percusión que contagiaba a todo el que la oía, cuando ya había terminado el tercer trozo de pan podía distinguir perfectamente aquella música y verla bailando en el centro de una parcela en la que crecía el trigo verde de esperanza que se negaba a seguir creciendo para nunca ser segado y perpetuarse como la alfombra que bese cada uno de sus pasos, con el flequillo cortado hasta la parte superior de la frente y largos mechones de pelo nacían en la base de la nuca, ella bailaba sin parar una danza que en sí misma dibujaba una sonrisa siempre perseguida por un perro que tenía la capacidad de reír a carcajadas tras beber dos vasos de vino. Cuando me veía, sus ojos marrones inexpresivos para la muchedumbre brillaban, casi parecían mojarse con una película de luz que donde alumbraba hacía crecer de manera inmediata todo tipo de frescas hortalizas y generosos árboles frutales. Dejaba de bailar sólo para mirarme, no quise acercarme para no interrumpir su danza dadora de vida, cuando me alejaba apuntando su nombre en la lista no podía evitar sentir el resplandor de sus ojos en mi espalda y escuchar las carcajadas de aquel perro afortunado que bailaba sobre sus patas traseras los pasos de su fortuna.

Al salir de Alboraya quedaba la parte más larga del viaje, me tenía que desplazar a Italia para buscar a Diletta, su nombre no es ese pero nunca lo recuerdo y así me gusta llamarla cuando la imagino. Italia es un país caracterizado por la geometría de su frontera, si unimos adecuadamente los vértices de su costa podemos formar un heptágono perfecto y si nos situamos en el punto medio de la recta que une uno de sus vértices con el centro del polígono, entonces estamos en Roma. Al llegar a Roma me llevé una desagradable sorpresa, no había movimiento alguno, sus habitantes eran maniquís, unos despojados de parte de sus extremidades e incluso con una notable población de maniquís decapitados. Todo era de carton piedra, imágenes planas de una realidad en la que sólo yo parecía tener volumen, en aquella ciudad y en aquel momento yo era la persona más gorda y más vieja, no me perturbó. Fui a buscar a Diletta en las estrechas calles en las que la vi por última vez, miraba fijamente al suelo porque a ella siempre le gustó caminar de cuclillas aferrada a sus cuadros, que vendía o pintaba a cada rato. No me costó encontrarla, en una esquina con una sonrisa imperfecta pero limpia, una sonrisa que roba y que desafía la perfección con sus dientes superpuestos, había llegado al final de mi viaje, en una ciudad donde sólo había movimiento en mi, en Diletta y dentro de sus cuadros, donde se podían ver los girasoles meciéndose con una brisa que no corría, los molinos moviendo sus aspas para moler el trigo y ella de cuclillas y yo me descubro torpe dejando un segundo de mirar su sonrisa para mirar sus senos, dejando de lado sus ojos grandes y su piel canela por el olor. Saqué mi lista y anoté su nombre, me marché con la difusa figura que mostraba la mezcla de sus ojos, sus senos y la sonrisa bella e imperfecta, aceleré el paso para dirigirme al lugar donde resido, tropezando con aquellos maniquís que caían y se rompían en mil pedazos, buscando la relación geométrica que me hiciese salir de aquel país ya condenado por otras listas ajenas a mi.
Ahora cada vez que me sorprendo enumerando sonrisas y rostros entristecidos sé que nadie me mira, y cuando la cosa va mal las cuento a ellas y realizo de nuevo mi viaje que es reencuentro, las cuento una y otra vez y ellas tres siendo otras tres se suman a ellas mismas, lo que me permite crear mi bucle falaz e infinito y poder contar tristeza sin contarme a mi.

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martes, mayo 22, 2007

La Boda

Hace ya varios meses cuando, mi hermano junto con Nayra, me dijeron que contaban conmigo para preparar unas palabras que decir en esta celebración, empecé a darle vueltas a cómo resumir lo que yo siento en unos pocos minutos. Los borradores se sucedieron pero nunca quedé satisfecho, así que hoy me presento aquí como aquel día, con un papel en blanco y una mezcla de emociones que me llenan de felicidad.

En primer lugar podría hablar de mi hermano, que es algo más que eso, ante todo es un amigo, tal vez el mejor de todos los que se pueda soñar tener. Desde que eramos pequeños ya nació distinto a los demás. Con su enorme boca que no para de sonreír y de reír, pero que pronto supo trasladar esa bella mueca a todo el que le rodea. Ya nació superlativo. Yo notaba como sus ojos no miraban como los mios o como los de mis otros dos hermanos, sus ojos también tocaban, manipulaban y desarmaban la realidad. En éste momento me doy cuenta de que fue él quien me enseñó a reír y a imaginar.

Y con todo esto siempre fue ejemplo de saber vivir, de saber vivir bien, con una alegría innata y siempre al lado cuando más se le necesita. La última vez hace un año cuando estuvo unos días en Valencia acompañándome en el momento en el que yo más necesitaba de la mueca de su sonrisa, de la realidad de sus ojos y de sus consejos.

Después puedo decir unas palabras acerca de Nayra, la novia, a la que conocí en una de esas conversaciones cómplices que se tienen en la adolescencia. Los ojos de mi hermano se habían fijado en la parte de realidad que desde entonces sería más importante en su vida. Había encontrado a otra persona para seguir recorriendo su camino, el mismo camino que hasta entonces pero ahora si cabe con más sutilezas y alegrías. Descubrieron un nuevo mundo que les envolvería a lo largo de muchos años y hasta hoy. Sumando otros ojos, otra mueca y otra visión de la vida llena de optimismo y felicidad.

Una vez un buen amigo me dijo que amar no significa entregar, ni siquiera intercambiar o recibir. Amar, me decía, es no quitar. Y de ésta manera han caminado juntos con la sinergia que transmiten en cada cosa que realizan, el uno al lado del otro, y hoy quizá una de las más importantes de su vida.

Hoy estamos aquí todos juntos para celebrar el enlace entre Juanfri y Nayra, dos personas especiales, un todo-uno especial al que queremos y que nos quiere. No perdamos la oportunidad de expresarles nuestro cariño, para agradecerles la alegría que siempre han irradiado, los momentos que nos han brindado, para dar gracias a sus ojos.

Juanfri, Nayra... LES QUIERO, Y LES DESEO QUE SEAN MUY FELICES.

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viernes, marzo 02, 2007

A solas con Londres (Capítulo III)

Tras despertar, sólo y con la mano aún manchada de sangre y cartílago me dispongo a pasear por las calles de la ciudad desengañada. Pronto recibo una llamada, no llego a contestar, aunque me apresuro a descolgar, desafiando los pinchazos aleatorios que azotan mi espalda, trasero y piernas. Vejez anticipada. No llegué a tiempo, maldito destino lleno de mentiras no tenues. Me dispongo a devolver la llamada, pero al otro lado ya sólo se encuentra la voz hueca que cita el, mil veces repetido, mensaje de alguna multinacional. Escribo dos mensajes vacíos que esperan respuesta con una inquietante ilusión, la audaz timidez de los sms. La llamada termina por esconderse agazapada tras una cortina de humo negro provocado un billete de avión que fue quemado. Sí, quemado, una noche de Febrero que terminó con mi cuerpo desnudo dentro de las tibias aguas del Mediterráneo, la noche que pasé miedo, limpiando los pecados en el mar como antes, ¿Te acuerdas?. El velo negro que esconde la realidad para no dañar los ojos de los que increpan al salmón por remontar el río. Sin billete, sin llamada, un día antes paseé por la ciudad.

Paseé para descubrir de que color es la bandera que precede mis pasos, el color de cada uno de sus ojos, de su mirada que inmoviliza a quien intersecta su camino, del reflejo de la misma en mí cuando la miro. Ésto sólo iba a ser una premonición.

Paseé por la cuna de la democracia, por el ejemplo del desarrollo industrial y frente al parlamento iluminado tuve el burdo deseo de que las luces fueran llamas y aquel edificio se consumiera en ellas, verles arder. Un edificio que nació con el fuego y que ojalá se rindiera ante el mismo. ¿Qué tendrá la democracia para que tan sólo nombrarla justifique cualquier ruinoso comportamiento?, una fuerza que genera veneración por quien mata en su nombre y respeto por quien muere por ella. Demasiada fuerza colgada de los débiles hilos que sostienen la igualdad de todos los seres humanos. Mientras más justa más muertos. El gobierno del pueblo, del argentino empalado en una isla, del dictador consagrado, de las sectas que se cobijan tras fronteras de terrorismo de estado y sacas de dólares. ¿Qué pasa cuando gobierna un pueblo infecto?.

En este momento me doy cuenta de que mis manos están heladas y de mis ojos caen lágrimas que no expresan pena, alguien me utiliza para llorar, tal vez la ciudad, o alguien que no tuvo tiempo de soltar una sóla lágrima antes de conocer su fatal destino. Me marcho de aquí, la vista de éste edificio me causa náuseas, cuando me marcho veo a otras personas con escarcha en las manos y lágrimas en los ojos, llorando por otros. Llorando por cada uno de los esclavos de la democracia. Después me confundo entre la gente, entre los que caminan sin pensar en la desesperanza. Su no pensar les refugia de las hienas que, una vez dotadas de palabra, convencen de que esto es lo mejor que supimos hacer. Y en el río las verdades no dichas, las verdades que fluyen anónimas en la isla de los asesinos.

Me meto en una estación de metro y me dirijo hacia la última parada de una línea, si termino en Morden o en Mislata-Almassil ya habré decidido mi destino, o tal vez tan sólo haya dado un quiebro para seguir zigzagueando por los furtivos deseos de un ser epicúreo. Y me acuerdo de una poesía, tan sólo de una estrofa y dice:


Una noche mística, hecha de rosa y de azul,
intercambiaremos un rayo único,
como un largo sollozo, repleto de adioses;
y más tarde un ángel, abriendo las puertas,
leal y alegre, vendrá a reanimar,
los sucios espejos y las llamas muertas
Y entonces la premonición se cumple, alguien me clava un dardo envenenado y mi bandera se tinta de sus infinitos colores, acompañados de la percusión que marca el juez con el mazo. Y vuelven a retumbar en mis oidos las voces que me acompañan desde antaño:
De ojos verdes, sonrisa geométrica
Voz de Ensueño, carácter brutal
La mujer de mi vida, si se duerme
estoy perdido
Otra con doble sentido de lo ajeno,
Otra románica,
de líneas que se avergüenzan de su trazo
Ocasión sublime la de nuestro reencuentro,
si nos rocía la decepción, me rindo
El destino vence.

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viernes, febrero 02, 2007

A solas con Londres (Capítulo II)

Recuerdo real de mi llegada:

No me separé del suelo, tenía comprado un billete de avión con una compañía low cost hace tiempo, pero lo rompí o lo quemé para no tener la tentación de usarlo. El comienzo fue otro avión, ingerir una pastilla y permanecer dormido o ausente, para en caso de recibir a la muerte, hacerlo con el castigo de la indiferencia.

Londres no es gris, ¿quien me dijo que esta isla carece de color?, que es de tonos grises y ausentes de olor. alguien me mintió y me partió el corazón, aquí yace un parto de luces, el pelo rojo y un rayo de sol que lo vuelve púrpura. Ciudad de colores vivos, de carne viva y de todos los pecados en uno, mi llegada. Al aterrizar en la isla de la limitación mental, en la capital del incesto y la perturbación psíquica, me parece estar sólo. Primer error, necesito comprarme un adaptador de corriente, cinco libras menos.

Acabo en la habitación de un bullicioso hostal, ocho personas en el mismo habitáculo que te permite dormir en dos niveles paralelos y superpuestos, se llama The Generator y en internet me han dado buenas referencias del mismo. Lástima que mis ronquidos y el penetrante olor de mis pies se sume a mi imposible conversación en el idioma local. Tan sólo conozco a una mujer, pelo rojo y una habitación gratis. La mujer del pelo rojo se me acercó en el pub del The Generator, había robado para mi un libro de Plinio el Viejo, no lo traía consigo, se arrepintió y balanceándo sus coletas deshizo sus pasos. Una vez en la biblioteca lo devolvió arrepentida, o no. Su regalo lo sustituyó por cuatro folios en blanco, o con al menos una de sus caras en blanco.

Este sitio donde dormir es la extensión espacial de su pub, según dicen aquí se dan cita kiwis, aussis y yankees o algo así. Todo me resulta lo mismo, un silencio abrumador, salvo alguien que me mira y se relaciona conmigo en alguna de las lenguas latinas que me permiten cazar algo al vuelo. Es posible que hasta éste momento mi pensamiento me llevase a creer que esta gente no se sabe divertir, o lo hace de manera extraña. Me bebo algo que parece llamarse pints of Carling, una y otra vez, otra más y ya empiezo a ver borroso, no hablo pero abrazo a alguien que se tropieza conmigo. Su sudor en mi hombro.

Al final de la noche tras descubrir los drinking games y el karaoke me sorprendo al frente de una conga. De mi boca emana una desentonada canción de Lola Flores:

"Muchacho barrigón no puede caminar, porque come chocolate y come pan
pan, pan, pan y chocolate
pan, pan, pan y chocolate"

Voy a tener que buscarme otro sitio en el que pasar mi estancia, después de pagar 12 libras me despertó alguien gritando. Me hallaba sentado en un portal con la cabeza apoyada en una melena roja que se esforzaba en tapar la pálida tez que la noche desfiguró. Los gritos venían de un hombre rosado, parecía un cerdo y ni siquiera el frío me dejó lucidez suficiente para ver que era humano. Me apresuré a meterme la mano en el bolsillo, saqué una pequeña navaja y le corté las orejas.

Ahora tengo que buscar un sitio que también me sirva para esconderme, necesito adobo, esas orejas estarán divinas.

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jueves, febrero 01, 2007

A solas con Londres (Capítulo I)

¿Que hago aquí? Una pregunta extraña para formularme una vez estoy perdido en tus entresijos, el laberinto absurdo del idioma que me limita, que me corta el verbo y me hace sentir torpe y casi mudo. Busco otras virtudes en mi persona para llegar más lejos y entablar amistad con alguien, pero me resbalo, tropiezo nuevamente con la traducción tartamuda y los monosílabos inconexos. En ocasiones en las que me siento completamente confuso suelto frases que no vienen a cuento, robadas de películas o simplemente inventadas, y me voy, prefiero que piensen que estoy loco a seguir peleando con el extraño lenguaje hablado en esta isla. No he temido llegar, al igual que no temo marcharme, mis únicos recuerdos del viaje se limitan a sangre en un calcetín, un camionero francés y traviesas, más y más traviesas. La velocidad de la locomotora las vuelve paralelas y perfectas, mientras más rápido mejor, y siento en la espalda el sudor de quien clavaba las escarpias bajo la mirada de algún controlador mal avenido. No temo porque no vuelo, aunque sospecho que esta maldita isla no nace en el fondo del mar, creo que flota o tal vez vuele y si vuela me bajo, para siempre.

Recuerdo falso de mi llegada:

Al aterrizar en el aeropuerto de Stansted yo era la única persona que sabía que me hallaba en la gran isla, bueno también lo sabía mi amigo Javier, que preparaba llegar dos días más tarde, para después intentar convencerme de que nos fuésemos juntos a Cuba. Para el resto del mundo yo no existía o lo hacía y me hallaba en cama rehén del virus de la gripe. La mentira, eterna aliada. En cuanto llegué me di cuenta de que no me iba a ser fácil alojarme. Lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de chinos, coreanos y japoneses que recorrían apresurados las calles de aquella ciudad, habré aterrizado en Seúl, pensé. Pero no, aquello seguía siendo Londres, no tan mestizo como imaginé, y lo mestizo era forzado, emulsionado. También las libras se gastaban a una velocidad importante, mayor velocidad si lo trasladamos a los euros, ah! Y todo está al revés. De todos modos no parece que haya muchos ingleses en esta ciudad, le habían dado la vuelta a todo y habían escapado a otros lugares. Me paro y me bebo cuatro pintas de cerveza en un pub vacío que parece cutre, porque llevaba la maleta, si no hubiera salido corriendo, ahora soy yo con 14 libras menos.

Necesito buscar alojamiento y ya cae la noche, aunque a mí me quedan muchas horas despierto. Busco en un par de lugares que parecen ser hotelitos o pensiones céntricas pero el precio no baja de los 100 euros la noche, sin grandes lujos y sin garantizar un copioso desayuno, me veo volviendo a Stansted y durmiendo allí la primera de mis noches en este lugar, digo mis noches porque no tengo billete de vuelta, o lo rompí tras beberme cuatro pintas. Y es que el alcohol y la valentía van juntos en el seno del cobarde. Al fin encuentro un lugar que parece ser una especie de colegio mayor, entro y pido que me den una habitación. Tras una conversación de media hora, en un spanglish que dotaba de surrealismo a la noche, me di cuenta que era un centro para la recuperación de adictos a las drogas, juego y otras cosas. Ya decía yo que me ofrecía cosas muy raras y el precio era algo desorbitado. Al final salí de aquel lugar en el que me permitieron dejar mi maleta hasta que encontrase un sitio adecuado. Nada más salir una horda de chinos me asaltó, eran chinos pero hablaban buen inglés, les expliqué que no tenía maleta ni nada encima y que si querían algo que preguntasen en el centro que estaba un par de calles más abajo. Pero el centro ya no estaba y ahora se dividía en dos locales, un pub con pinta de caro y una especie de tienda de jabones y aceites con olores para la ducha. Maleta perdida.

Paseando ya sin rumbo, en un portal, en una farola, o tal vez me lo dio en mano una chica con el pelo rojo, encontré un papel de alquiler de habitaciones. Acudí a la dirección indicada, con el papel en mano o siguiendo el rastro rojo de aquella chica de pálida tez, no hablaba y eso me reconfortaba, aquí soy mudo, mi mejor arma descargada, o tal vez no la mejor sino la que más habitúo a utilizar. Entré en un piso que tenía un recibidor redondo, seis puertas y un panel metálico al frente, como la puerta de los establecimientos comerciales que hay a pie de calle. Cada puerta una habitación, cada puerta un color y una música distinta. A mi me tocó la habitación amarilla, al lado de la roja (donde se alojaba la chica de pelo rojo, Diletta se llamaba), la música de mi habitación era el caer de las gotas del agua, haciendo hincapié en el sonido que produce la fricción del viento al pasar entre ellas. Muy relajante aunque te genera ganas de miccionar una vez cada hora.

Tras la puerta blanca sale un chico, gordo, pálido, bajito y muy rubio. Lo miro y no le hablo, me mira y me pregunta:

- ¿Eres español?
- Sí, que casualidad!, pensaba permanecer en silencio durante toda mi estancia en la capital. (aún no diré de lo que es capital Londres)
- Bueno pues aquí estaremos.
- ¿Pareces de Valencia, eres de allí?
- Sí, soy de un pueblo que se llama O Polop. ¿Y tú?
- Yo canario pero vivo en Valencia y ahora soy de Londres, no conozco tu pueblo.

Debió ser algo ofensivo no conocer su pueblo, al parecer famoso por sus fiestas. En ellas tienen la tradición de atar en paralelo una cabra, un caballo, un cerdo y un conejo y echarlos a correr con el divertimento de ver las caídas que provoca la descoordinación entre especies. No me habló más, cogió con la mano un mando a distancia, pulsó un botón negro y redondo que se hallaba en su centro y abrió la puerta metálica. Tras ella había tres camareros, un cocinero, un pinche y un buffet giratorio con todo tipo de alimentos a ingerir, entre las 07:00 y las 21:00, a libre albedrío. ¿El precio de la noche?, me invitó Diletta.

Ahora soy yo, con alojamiento gratis, con documentación, con dinero suficiente, sin maleta y viviendo por encima de mis posibilidades.

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domingo, enero 21, 2007

María Elena

A veces me enfoca, no sin el esfuerzo que requiere centrase en mi deformada figura, para asegurarse de mi devoción por ella y verme inmerso en la quietud de lo externo, así se convierte en la única figura animada que percibo. Por sus trazos perfectos, por el ángulo recto que forma la línea que une sus hombros con la columna que, en su extensión lateral, forma la mejor de las espaldas, columna de orden dórico que mantiene erguida su bella figura.

Sus dedos son finos y cada vez que toca hiela, acaricia como sólo una vez recuerdo haber sentido, y sin haberme tocado imagino sus huesudas manos estrechando mi orondo cuerpo. Tocando las notas de un piano que suena de manera estridente y sublime, pero no son las notas son sus manos y con ellas sonríe cruel cuando se da cuenta de la fantástica mezcla de arte y soberbia que se dan cita en su seno.

En su boca todos los sabores, me vuelvo perceptivo como un fino sumiller y entre texturas y evocaciones casi me puedo desmayar de un sólo beso, beso que es llaga y boca afilada y ofensiva como medusa. El mejor de los caldos, la mejor de las sensaciones. Y ya me encuentro agarrado a su pelo que es de fuego, de mechas que encienden la envidia en el ajeno y la aspereza en ella misma, para explotar en la llama blanca de su cara, suave y pálida como la muerte, llama que ilumina cada escena de desprecio que vivo a su lado y no es con ella.

Es fácil buscar la excusa del poeta, la de la falta de palabras que expliquen lo soberbio de su imagen, pero no son las palabras sino mi osadía la que falta. El miedo que me acompaña en cada acto y que me niega describir de manera precisa su caminar. Jamás pensé que una forma de andar, el desplazamiento en sí de una figura me llegase a hipnotizar de ésta manera. Camina suficiente, girando la cabeza y describiendo un cuarto de círculo con la barbilla, de manera eléctrica. Sus ojos te lanzan una carga que consigue arrancarte una mueca y se da cuenta, otra vez.

Y es que me vuelve loco su forma de andar, muto en otro con otra a la que amar, me enrarezco y solitario me cuesta comunicar, para que se vaya, para que salga de mí o se gire, y descubra que todo lo que callo se convierte en un río de palabras que fluye, con más miedo que ternura, con vértigo. Vértigo a ser yo, a ser ella, a que seamos juntos y heredar o hurtar esos movimientos, hacerlos míos y ser yo grácil por ser ella. La más bella donde las demás ni siquiera parecen estar vivas.

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miércoles, enero 03, 2007

San Rafael y San Roque

Esta historia comienza cuando Carlos Frutos se dirige con unos amigos de la infancia a una zona elevada de la ciudad. No se trata de un mirador, ni siquiera de un bonito paraje, pero desde esa carretera, que serpentea a los pies de las mansiones de los adinerados, la ciudad parece otra. Sí, hablo de Santa Cruz de Tenerife. La imagen de su estructura una vez caída la noche es caótica, algo desordenada y esclava de un pasado urbanístico para olvidar. Después de largo rato hablando y fumando, Carlos y sus amigos vieron la figura de un hombre. Llevaba una chaqueta de piel muy gruesa y un perro de piel muy fina le seguía. Puede que fuese el efecto del cannabis o sólo la curiosidad la que les hizo acercarse a aquel hombre. Una vez frente a él, y con la única excusa de comenzar una conversación con el extraño desconocido, le preguntaron la hora. El hombre, de rostro carente de expresión, les dijo: “Te recordaré mientras la luz dure y en la oscuridad tampoco olvidaré”, y desapareció caminando mientras su perro se desintegraba en miles de diminutas partículas coloidales. Ante estas palabras y el perro coloidal, los jóvenes salieron corriendo y se dirigieron al vehículo que les había llevado hasta allí, recorrieron de regreso a casa la carretera y pudieron ver una vez más la figura del extraño sujeto. Recordaron la no documentada leyenda de la mujer de la curva, rieron pero también sintieron un escalofrío que jamás habían experimentado.

Después de esto mi buen amigo Carlos me contó la historia, yo me quedé sorprendido y, si digo la verdad, tan sólo pensé que ese día habrían consumido más marihuana de la habitual. Esas hierbas terribles que te hacen sentir un vacío frío y húmedo en la corteza cerebral.

Pasaron unos días y me fui a cenar con otros miembros del grupo de amigos, terminamos de cenar y cuando estaba hablando con Gregorio en un bar de copas que carecía de una adecuada atención al cliente, me fijé en un chico joven que estaba al final de la barra. Tenía orejas prominentes, los párpados grises y la mirada perdida. Su estado era el de una ausencia absoluta, y de pronto sentí un pánico que no recordaba. Sobre su antebrazo y desde la pantalla que tenía encima caían gotas de sangre, estaban televisando un combate de K1, una especie de boxeo con patadas o algo así. El fluido tibio sobre su cuerpo no cambiaba el semblante insustancial de aquel sujeto. Me acerqué a él, con miedo, Gregorio no me quitaba ojo de encima y cuando llegué al lado del joven se acercó a mi oído y me dijo: “Te recordaré mientras la luz dure y en la oscuridad tampoco olvidaré”. No lo niego, salí de aquel bar corriendo, me dejé la chaqueta y ni siquiera pagué.

Desde entonces y hasta el día de fin de año me costaba dormir, sentía como si me hubiesen arrancado el corazón de cuajo, pero la noche del 31 de Diciembre todo cambió. Esa noche preparé una cena en mi casa para Gregorio, Carlos, demás amigos y novias de los mismos. Estuvimos comiendo y bebiendo hasta que dieron las uvas y después salimos a la calle a visitar algunos bares del centro.

Cuando se hacían las cinco de la mañana, vi como a un señor le increpaban unos jóvenes gamberros, o no tan jóvenes y algo más que gamberros. El hombre se acercó a mí con un petardo en la mano y me pidió fuego, se lo negué, entonces me introdujo una nota en el bolsillo alegando que pronto la necesitaría. Mientras se alejaba leí la nota en la que ponía:



Factura Nº 012556

- Reducción de restos 20.04€
- Traslado de restos (Dentro del cementerio) 36.22€
- Servicios de cal (Adulto) 16.96€
- Cámara frigorífica (3 días) 255.12€
- Total: 328.24€

Arrugué la nota en mi sudorosa mano y seguí a aquel hombre, caminé, aligeré el paso y terminé corriendo tras él. Sus botas eran de jinete y su pantalón acababa dentro de ellas, también destacaba una especie de sombrero militar que me cuesta recordar. Al fin lo alcancé, no sin un malestar intenso por la bebida consumida a lo largo de la noche. El hombre me habló de un cementerio, cerca del mercado de Nuestra señora de África, donde descansan los restos de ilustres de la sociedad canaria. Me dijo que fuese a pagar mi factura, que yo ya estaba muerto. También me habló de algunos nombres, pero me quedé con el de la familia Hamilton, aquel sujeto aseguraba que tan sólo él sabía el lugar exacto donde estaba enterrado el más ilustre miembro de tan importante familia.

La noche terminó en una churrería al lado del mercado y el vacío de mi interior se hacía más difícil de aguantar en aquel lugar. Me fui a casa y dormí, esperando al día siguiente en el que tendría la tarea de buscar aquel extraño lugar que me describió.

El mercado de Nuestra señora de África debe su nombre al de la mujer del General Serrador, sus puertas se abren tras el puente que recibe el nombre del General. El mercado se inaugura en 1943 por orden del mandatario en Canarias, en el lugar donde se ubicaba una antigua recova. El mercado tuvo su época dorada en la década de los 50 y 60, años en los que no existía el actual centro de Mercatenerife. Pero cerca de éste mercado se encuentra un extraño lugar, un cementerio que cerraría sus puertas a principios del siglo XX, un terreno tapiado que tan sólo abre sus puertas el día de Todos los Santos, para que la descendencia rinda tributo a los que allí descansan, o no. Ya sabía donde estaba el cementerio, sólo me quedaba saltar la tapia y buscar al sujeto que me había escrito la factura.

La madrugada del día 2 de Enero me fui al lugar, la tapia no es difícil de saltar, y esto se comprueba al ver que la mayoría de esculturas y lápidas ya no se encuentran en su lugar. Este no es un camposanto cualquiera, es uno fundado por una epidemia de fiebre amarilla a principios del siglo XIX. De hecho, recibe el nombre de San Rafael y San Roque por ser los patronos de la salud, cuando la tradición marca que el cementerio debe recibir el nombre del primer enterrado en el mismo.

Caminé a solas por el terruño, en derredor se escuchaban sonidos y a veces notaba el frío mármol rozarme la pierna. Pero no sentí miedo, encontré aquel lugar tan acogedor como un hogar y me limitaba a buscar la tumba de los Hamilton para ver si hallaba alguna respuesta a los sucesos de los últimos días. En un momento iluminé, con mi linterna comprada a un vendedor ambulante, una de las lápidas y allí se encontraba escrita una frase, ésta decía: “Esta fosa se ha abierto para mí, aunque dicen que he muerto, vivo aquí”. El que allí descansaba era el eminente naturista Sabino Berthelot, que tanto esfuerzo dedicó a la naturaleza del archipiélago. Pero no era lo que buscaba. Sentía que ese encuentro era simplemente algo casual.

Seguí caminando y al dar unos veinte pasos más me caí, pero no al suelo!, caí en un agujero de unos diez metros de profundidad y encontré una gruta. Por ella caminé hasta que se abrió y vi barcos navegar, también observé a gente elegante ayudar a organizar las operaciones de estiba y desestiba. Tras cruzar el agua cristalina en la que se hallaban los barcos atravesé campos de nopales cubiertos de cochinilla, viñedos e incluso algún edificio que parecía ser un banco. Estaba confuso, nada parecía tener sentido, hasta pensé que todo era un simple sueño, y justo en el momento en el que me disponía a regresar a casa se me acercó un elegante hombre. Mi nombre es Lewis me dijo, Lewis Hamilton. Aquí vivimos desde hace años los miembros de nuestra familia que los de arriba dan por muertos, la fiebre amarilla no nos mató, pero nos condenó a vivir aquí sepultados, sin poder volver a ver la luz del sol.

Sólo falta uno de nosotros y te necesitamos para encontrarlo, es mi nieto Carlos J. Rufino Hamilton, sigue adelante. Le hice caso, su voz era ronca y ponía la carne de gallina, pero no de miedo sino de amor. Caminé largas horas por grutas indescriptibles, allí se daban lugar todas las actividades económicas que la familia Hamilton había ejercido en vida, pero también otra serie de situaciones espeluznantes como mujeres que comían insectos y niños que jugaban con globos llenos de una especie de ácido. Al final tras una enorme escultura que representaba a un lémur llorando, encontré una lápida. La misma no tenía escrito el nombre del difunto o ya se había borrado, pero se podían leer grabadas en la misma las siguientes palabras: “Te recordaré mientras la luz dure y en la oscuridad tampoco olvidaré”. Cuando vi la frase, Lewis apareció de nuevo, me puso la mano en el hombro y me dijo: No se acostumbra a vivir aquí. Cuando terminó de hablar ya me encontraba fuera del cementerio, no sé como llegué a salir pero allí me hallaba, ileso, sin sentir aquel vacío que me estaba matando, que estaba haciendo hueco para albergar a quien no puede vivir sin ver la luz del sol, sin respirar el aire húmedo y salino de las islas, sin tomar una cerveza con un buen bocadillo de pata.

Carlos J. R. Hamilton toma posesión del cuerpo de algunos habitantes de la ciudad de Santa Cruz, pocos son los que lo saben, el siguiente era yo, pero gracias a su abuelo Lewis pude evitar el mal trago de hallarme en una curva, en un bar, en la calle o quien sabe donde. Es fácil volver a ver a uno de éstos transportistas del alma de Carlos J. R., habitualmente visita la Bodega San Sebastián, la que antes fuera la taberna que frecuentaba el miembro de la tercera generación de los Hamilton. Estoy también seguro de que Sabino Berthelot también deambula por la ciudad enmascarado, pero eso no pude comprobarlo por mi mismo. Con respecto a la factura, no la volví a ver, supongo que al librarme de ser habitado por otro también esquivo las deudas que ello acarrea.

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jueves, diciembre 28, 2006

Destiempo

La primera vez que le tuve miedo a volar me encontraba a diez mil pies de altura. El aparato que me transportaba contra natura había encontrado problemas, una hora después tomaba tierra con cientos de personas que tenían la cara bañada en lágrimas, lágrimas no meditadas. Fue con diecinueve años, desde entonces un nudo en el estómago toma posesión de mi cada vez que me separo más de cincuenta metros del suelo. Es bonito ver las piedras que te dan la bienvenida a la isla que te vio nacer, pero la sombra de la muerte me señala cada vez que me desplazo surcando el aire. El miedo a volar se transforma en unas ganas terribles de acabar con todo, unas ganas de que se estrelle contra el abrupto paisaje, ganas de acabar con esto. Tal vez la propia caída simplemente sea la metáfora del miedo a caer, el terror a saber lo que realmente soy. Nada. Nunca medito profundamente sobre las cosas que conciernen a mi existencia, esto me hace vivir un collage de situaciones con el único nexo del protagonista. Entonces es cuando alguien que aprecio se acerca y me confiesa que yo soy la única persona realmente feliz que conoce. Feliz por no pensar.

Volar con las alas de una falda corta, volar a ras del suelo para no temer la caída al vacío, tangente al agua de algún putrefacto canal. Pero a mí me huele a mar, porque no lo pienso, porque veo las piernas debajo de las alas y los peces saltar sobre mi figura horizontal. Peces negros del alquitrán, pero a mí me huele a mar. Si tuviese alguna meta concreta, alguna ambición, ese no sería yo. Me da miedo subir a cualquier cima, coronar cualquier objetivo, si miro hacia abajo estoy perdido. Siento la necesidad de tirarme, el estómago caliente y encogido y una vez más las ganas de acabar con esto.

Cuando te acercas volando a la isla las olas rompen más lento, el tiempo se para dando cobijo a los que encuentran en la bondad del clima la justificación para no volar. Y sobre la moqueta del avión un hombre obeso, maldito gordo que se balancea como un péndulo. Mira fijamente y vuelve opaca la imagen de un monitor que refleja un mapa absurdo. Y al no ver el mapa me centro en la ventana, tras las nubes que no tienen tacto una horda de ángeles. Prostitutas celestiales que te invitan a acabar con esto, a abrir un diminuto agujero en la ventanilla por el que deslizarme y morir congelado antes de estrellado y ahogado. Mujeres de mal vivir que, si bien me han acompañado largo rato, ahora se esfuerzan en romper la vereda, en cortarla o por lo menos incendiar los bordes del camino. Si no miro no pienso, y abrasándome me limito a vivir lejos de los bordes y de la vida.

¿Es el momento de terminar?, me pregunto, y tal vez así sea, ¿Por qué sería ahora un mal momento?, ¿Cuál es el verdadero y oculto significado de la palabra destiempo? Los días sin escribir me hacen huir de los cuentos para centrarme en mi verdadera historia, a ver si se rompen los hilos de quien dirige los suaves movimientos de ésta marioneta de noventa kilos. No hay parque ni teatro que me albergue! Pero el momento es cualquiera y mejor será que nos podamos al menos despedir, y congelado, ya fuera del aparato me elevan mujeres semidesnudas y me dictan:

- Tal vez una vocación perdida sea la cocina pero tu no vales para eso, eres torpe desde temprana edad y tan sólo tu esfuerzo y testarudez te han llevado a casi igualar a los que nacen para andar entre fogones.
- Eres el más feo entre los hombres, nada listo, y aun así despiertas una envidia que en el fondo duele. Por no pensar.

Duele el día en el que las voces se vuelven críticas y yo quiero volar. Volar para salir de ti y de cada uno de tus reflejos, de la condescendencia, de la falta de confianza. Huir de esta sensación absurda de no sentir abrigo. No quiero tampoco el abrigo, casi nunca siento frío. Si pienso un solo segundo, tal vez por llamar la atención, mi vida me produce un asco puntual, y ese asco me hará alejarme por siempre de la expectativa absurda y de las voces impasibles que no me piden nada más que vivir, rápido o lento, pero sin lugar a dudas para encontrar la muerte en uno u otro momento. Espero que a destiempo.

Y así, en medio de esta implosión, sobre la roca volcánica que me germinó, espero ahogarme en cada puta copa, bebida a deshoras, en el lugar equivocado. A destiempo y que ganas de acabar con esto.

Destiempo significa fuera de tiempo, pero también sin oportunidad.

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martes, diciembre 12, 2006

San Barandán

En la década de los cincuenta del siglo pasado, dos hermanos nacidos en Gran Canaria practicaban la noble profesión de la carpintería. En principio realizando trabajos para las casas de vecinos cercanos, para después convertirse en una de las carpinterías más populares de la isla. Silvestre Santana realizaba los trabajos junto a su hermano Agustín, pronto pasaron de fabricar puertas, mesas y todo tipo de mobiliario a manufacturar perfectas embarcaciones artesanales que hacían las delicias de los amantes del mar. No es difícil dejarse encantar por el sonido, olor y color cambiante de la gran masa líquida en aquellas islas bañadas suavemente por el Atlántico. Pronto saldrían de sus manos embarcaciones para la alta clase social de la época, que aunque escasa, poseía lo que a todos los demás faltaba.

En esa época la economía del municipio de Agaete estaba en auge por la recuperación de los, hoy casi exhaustos, cultivos de Plátano y tomate. En esta situación de bonanza económica el entonces alcalde del pueblo, Carmelo Arencibia Guerra, encargaría a los hermanos Santana una fabulosa embarcación para bordear con altivez la costa de la ínsula, mostrando así su mejorado estatus. Silvestre trabajó día y noche tirando de su hermano Agustín, que algo más epicúreo visitaba las tabernas cada vez que veía la oportunidad. Así, entre tragos de ron (rian en voz Guanche), golpes de martillo, bocadillos de pata y serrín, mimaban la forma perfecta de la chalana. De este modo, el 21 de Abril de 1953, tendrían la embarcación preparada, color roble y con una talla perfecta que rezaba “Carmelo Arencibia”.

Agustín y Silvestre zarparían ese miso día desde el Puerto de la Luz en Las Palmas hasta el lugar de la entrega. El itinerario lo conocían perfectamente, primero Tinoote, Hoya Alta, La Hondura, la peligrosa Punta del Camello, después San Andrés y, por fin, Agaete. Pero este familiar itinerario se tornaría en desgracia para la familia Santana.

Pasaron los días y no volvieron, después fueron meses que, al convertirse en años, hicieron cicatrizar la herida que se transformaría en un bonito recuerdo. Recuerdo de manos tan recias como nobles, con las durezas propias de los que esconden un milagro en la palma de las mismas. Aun hoy en día no se sabe si perecieron o acabaron en otro lugar para nunca regresar. Sólo un viejo pescador, que vive en el barranco de San Felipe, mantiene la teoría de que siguen con vida y disfrutan de una isla que pocos conocen.

Al llegar a La Punta del Camello, Silvestre notó un viraje de la embarcación que no obedecía a sus órdenes. Durante largos minutos luchó junto a su hermano por permanecer cercano a la costa, pero el esfuerzo no tendría la recompensa buscada. Así fue como se alejaron de la costa y, mar adentro, quedaron a expensas de la bondad del océano Atlántico. Pasaron dos días bajo el sol abrasador y sin alimento, ni siquiera una gaviota blanda y cruda, hasta que en el horizonte divisaron enormes acantilados con perfectas tallas faciales, tallas que representaban los rostros de hombres y mujeres de mirada pura. Al irse acercando a la isla vieron en el cielo cientos de colores, que no eran otra cosa que el reflejo de los bancos de peces en el mismo, después grandes playas a los pies de los acantilados. Fue una de esas playas, de arena gris plata, la que les daría la bienvenida a tierra firme. La isla ofrecía otros tesoros como dragos enormes que parecían dragones, arroyos cristalinos y frutos gigantes. Tan grandes que con uno sólo comían los voraces canariones. A la isla la llamaron San Barandán.

Desde entonces viven allí, ahora no con la soledad de los primeros años. Hace más de una década desde que grandes barcas, procedentes del África subsahariana, quedan varadas en las playas dando cobijo a hombres con la piel más oscura y la mente más clara. Hombres que huyen de sus casas buscando otro lugar mejor donde vivir, esta vez no es mentira. Ahora se calculan en miles los habitantes del trozo mágico de tierra que divisó por primera vez Silvestre.

Me consta que en la isla habita una comunidad que roza la perfección, sin conocer pretensiones, sustituyendo nuestra voraz forma de entender la vida por existencias reales. Obrando con bien definidos y firmes propósitos. Silvestre y Agustín olvidaron , o quisieron olvidar, el arte de hacer barcas, para nunca volver y seguir ofreciendo las playas gris plata a los iguales. Cuenta la leyenda que cuando a San Barandán se acercan los hombres de malas intenciones, la fantástica masa de tierra se sumerge para no ser contaminada por los mismos.

A Silvestre, Agustín y los demás habitantes de San Barandán.

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lunes, diciembre 04, 2006

No quitar

Se vuelve a tomar otra infusión de té con una rama de canela y unas gotas de limón, todo indica que vuelve a tener miedo a dormirse. Hace años que no duerme tantas horas como de niño, aunque cuando se ve sumido en el sueño tiene difícil despertar, el más difícil que conozco. El primer sueño que recuerda es haberse visto secuestrado por el rey del pop que, vestido de negro, vigilaba un gran pasillo en el que se alineaban las puertas de las celdas de sus secuestrados. No hubo nada referente al beso que se dieron rehén y ladrón en Estocolmo en 1973, tampoco hubo sufrimiento. Sueños como éste irían acompañados de otros sueños recurrentes. El más repetido fue el de querer asomarse a la ventana y caer de la misma al desprenderse el muro sobre el que apoyaba el vientre, siempre despertaba a mitad de caída, sudoroso y aterrado porque alguien le había dicho que si mueres en un sueño no te despiertas nunca. Parece ser que todo el mundo sabe de sueños desde que venden esos libros tan estimulantes para los curiosos. Más curiosidad produce el día que no se despertó, caía desde la ventana y, sin interrumpir el descanso, encontró el suelo. Tardó largos minutos en levantarse, por lo menos para él que creía haber sido un muerto consciente durante tal lapso de tiempo. Una vez muerto, el sueño no se repitió más.

A este sueño le sucedería el fenómeno que más tarde denominó “sueño paralizado”. En realidad no se trataba de un sueño, sino de un fenómeno que se manifestaba a la hora de querer levantarse. Una vez llegado éste punto se despertaba su consciente, pero era incapaz de abrir los ojos. Sabía perfectamente donde se encontraba, podía oler y oír, tal vez podía también saborear y tocar pero ahora no lo recuerda. Después de un tiempo se movía de golpe, como por un espasmo, y despertaba con un ritmo cardiaco ligeramente superior al normal y con gran sensación de alivio. Éste no poder despertar se fue agudizando con los años, llegándole a ocurrir hasta tres veces en una misma noche, al final si no despertaba notaba una presencia en la habitación que ocuparía su cuerpo. Existía una extraña prisa por despertar y evitar lo fatal. Cada vez era más intensa y desagradable la experiencia.

Una vez la comentó con un amigo, éste sin sorprenderse le dijo que el había tenido la misma experiencia muchas veces. Cambiaban los matices pero el hecho era el mismo. El amigo le aconsejó que cuando se sintiese paralizado se concentrase en una parte de su cuerpo, por ejemplo un dedo, una vez lo hubiera movido se despertaría. Casi nunca se acordó de concentrarse en eso, el pánico que envuelve esa situación lo impide. Hasta que una vez consiguió acordarse y mover una mano, pero no despertó!, de hecho, encendió la luz y tras sufrir el impacto de la claridad, que se hacía roja al atravesar el párpado, siguió inmóvil. Despertó minutos después de manera aleatoria, como siempre. Este fenómeno se repetiría largos años, provocándole un miedo a dormir muy intenso.

Un día que se acostó sin pensar en las terribles pesadillas que le atormentaban tuvo una experiencia increíble. Al dormirse notó un ligero mareo, seguido de un movimiento ondular para acabar en un giro frenético. Notó como una sustancia energética ligera, evanescente, translúcida y luminosa salía de su cuerpo adoptando su misma forma. Giró tomando la cabeza como charnela para después separarse de ésta y quedar pegado al techo. Una entidad psíquica había sido escupida de su seno para explorar, para encontrar las respuestas que no se había molestado en buscar. Allí en la cama la visión de su propio cuerpo, con ligeras taquicardias y una dificultad para respirar propia de los fumadores obesos. Su primer acto fue mirar la ventana para ver si estaba abierta, estaba cerrada. Entonces no podría ir muy lejos bajo la influencia de aquella extraña fuerza que le guiaba. Pronto descubrió que su nueva configuración le permitiría atravesar puertas y ventanas. Salió despedido hacia arriba, vio en camisón a la profesora del piso de arriba y en pijama a la bruja de la décima planta.

Salió disparado a otros planos, pasando ante sus ojos las soluciones a los problemas científicos más complejos, rompiendo los vínculos con el lenguaje cuando descendía por los toboganes de cómo-cuando-porquesí de aquel poeta adolescente llamado Octavio. Observó de lejos los canales, los azules con su guardián que cada vez era más grande y menos neutral, los rojos y los grises, las colas y las espirales de infelices buscando redención, los pedigüeños patológicos y las cartas no devueltas o que quedaron sin escribir. Era un pájaro de fuego que no elegía su camino, para acabar en el canal que tenía un tono naranja oscuro, el color que representa la duda.

Temía no volver a su cuerpo, ahora no quería llegar más lejos, volver a la parálisis sería estar más cerca, más lejos de la respuesta. Casi se ve truncado su camino por el miedo a vagar sin descanso, atravesando canales y túneles excavados en el lugar donde no rige nada conocido. Espasmos en el lecho y voces que retumban en los oídos.

- Ángel: Todo lo que me dijiste era mentira.

Difícil explicación tenía, tal vez actualizar los sentimientos cada minuto no basta para sanar.

- Voz: ¿Qué es amar?
- Raúl: Amar es compartir, es dar, es recibir, es no esperar nada a cambio, es…
- Voz: Estás lejos, amar no es nada de lo que dices, nada que te puedan enseñar. Amar es no quitar.

Se sintió paralizado, despertó de un sobresalto, recordaba ver su cuerpo en la cama desde el techo y nada más. Perder la respuesta en el olvido le enseñó a encontrar a un amigo.

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martes, noviembre 28, 2006

Muerte civil

Son muchas las personas que han sido despojadas de sus derechos, se les ha borrado de la historia, de las fotos y de cualquier indicio que pueda constatar su propia existencia. Cuando a una persona se le marca de éste modo, también por extensión es aplicado a su familia, cónyuge, e hijos si los hubiere. Sólo el nombre de estos seres despojados de derecho alguno causa ruina. El resto de habitantes se ha acostumbrado a no nombrarlos, para que a ellos no les afecte el terrible mal del que hablo. Se trata de una ficción legal que consiste en una sanción que les conduce a una muerte a efectos jurídicos. Privando a las personas afectadas de todos los honores, de cualquier ayuda o subvención, del acceso a cualquier tipo de empleo conocido.

Cuando pasean, ni siquiera son vistos por el resto de transeúntes, se chocan con ellos y siguen de largo como si no les hubieran sentido, han perdido también el derecho de ser percibidos.

En esta tesitura, los muertos civiles se han creado sus propios derechos, y deambulan por las calles ejerciéndolos con alegría y serenidad. Pasean por la orilla de la playa en fila india, con velas en las manos y, de éste modo, tangentes al mar, iluminan su cambiante e irregular contorno. También en el bosque, se introducen y acompañan con palmas el sonido de las ramas, para así completar la música imposible y natural que los árboles emanan. También vagan por las calles tirando cartones que otros recogen para abrigarse en el duro invierno sin morada donde dormir. No son percibidos, pero han creado una comunidad que rellena los huecos existentes en nuestro plano.

Visto así podría parecer que están organizados, que se reúnen y planean cada uno de sus actos, pero no se da esta situación. Entre ellos tampoco se intuyen, ni siquiera saben que están juntos cuando ejercen sus imposibles derechos. A un muerto civil sólo lo puede ver un santo civil, éste último es consciente de su vagar y convive en armonía con los despojados de derechos y los que les negaron los mismos, como una especie de omnividente.

Si en alguna ocasión ves en la vía líneas de flores, miras por la ventana y ves un jardín colgante en vez de la fachada absurda y perenne de la calle de enfrente, pasas al lado de una gasolinera y hueles a café, es entonces cuando tu eres un santo civil y ellos están en tu plano.

El otro día, ahora yo me meto en la piel del protagonista de mis líneas, salía de casa para dirigirme al destripado aeropuerto de Manises. Tenía prisa porque iba a recibir a unos familiares, o tal vez no familiares sino a los creadores de toda la existencia que soy capaz de abarcar. El aeropuerto dista del lugar donde resido así que me fui al cajero para poder pagar el transporte. Cuando caminaba los cincuenta metros que separan el expendedor de billetes de mi casa una señora se me quedó mirando. Observé que lloraba, acariciando a una perra que dibujaba sus alternas manchas marrones y blancas y su mandíbula inferior un tanto salida al lado de ella. Seguí de largo con la indiferencia que caracteriza el presente. Me hice con el dinero tras teclear los números 8416 y deshice mis pasos para coger el taxi frente a mi casa.

La señora seguía sentada y llorando, cuando volví a pasar a su lado me habló:

- Señora: Perdone joven, ¿vive usted por aquí?
- Yo: Sí, ¿le ocurre a usted algo señora?
- Señora: Mira es que vivo (llantos), vivo aquí al lado en la calle Músico Ginés. Me decía mientras sacaba su documentación. Yo soy una ciudadana y se acerca fin de mes y no tengo donde acudir.
- Yo: Mire, lo siento, pero tengo mucha prisa.
-Señora: Por favor, déme usted 3 euros para comprar algo para la perra y aunque sea un bote de leche (llantos) para mí.

Me saqué el monedero y me di cuenta de que tan sólo llevaba quince céntimos sueltos. Así que le volví a decir que tenía prisa. Pasé un rato intentando zanjar la conversación y huir rápidamente de aquel sorpresivo encuentro. No le podía dar dinero, porque no tenía suelto, pero ella insistía no en el hecho de pedir pero sí en el de la persistencia del llanto. Ese llanto era más de vergüenza que de sufrimiento. Nadie la veía, pasaban extras a mi lado y juraría que si nos pusieramos en medio de la acera nos hubiesen pisado, o atravesado!.

- Señora: Yo le doy mi dirección, tengo aquí documentación. Por favor pase usted a verme a principios de mes y yo se lo daré.
- Yo: Mire señora le voy a dar diez euros porque no tengo suelto, espero que usted pueda encontrarse mejor. Debo marcharme.

Incrédula agarró los diez euros y me miró con sus ojos estrábicos. Porqué? Me preguntaba mientras yo, ya nervioso porque llegaba tarde, le decía que simplemente si yo me viese en su situación me gustaría que alguien pasase y me ayudase.

- Señora: ¿Como le llaman?
- Yo: Por regla general, Raúl, aunque algunos me llamaran de otra forma supongo.
- Señora: Yo soy Concha. ¿Me podrías dar un abrazo?

Le abracé, esa señora jamás sospecharía que una de mis más extravagantes aficiones es estrechar mis brazos con desconocidos. Acosté mi cabeza sobre la suya para que sintiese el afecto y la sinceridad de nuestro momentáneo confinamiento. Mientras la abrazaba me dijo que estaba enferma, observé sus dedos montados unos sobre los otros y su piel gris pálida y volví a tener ese extraño miedo que me hizo seguir de largo cuando la ví por primera vez. Pero seguí abrazandola, hasta poder olerla y notar ese aroma a ropa guardada meses en un armario. Me alejé a coger un taxi, ella gritaba a lo lejos “Lo sabía, sabía que me ayudarías…”. Terminé en el vehículo que me trasladaría a mi destino, taxista de pocas palabras que comía lentamente una manzana, después un chicle. Todo el trayecto pensé en la posibilidad de haber sido un ingenuo, ahora sé que soy un santo civil y Concha estaba muerta. Espero volver a verla.

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jueves, noviembre 23, 2006

Huesos, grasa y sangre

En 1976 se inaugura Mercavalencia, hoy en día la mayor concentración de empresas del sector agroalimentario de la Comunidad Valenciana. Con empresas dedicadas a carnes, pescados, flores, frutas y hortalizas. En sus inicios existen claros indicios de una práctica terrible realizada por el gerente de una de las empresas cárnicas. Sebastián Ballesteros era un hombre de negocios con un poblado bigote, pelo cano y penetrantes ojos azules. También llamaba la atención el que le faltase un trozo de oreja y desde la misma descendiese por el cuello una cicatriz que casi le llegaba al hombro. Pronto se instaló en el complejo para, así, aprovechar las ventajas logísticas y de servicios complementarios que la nueva ubicación le proporcionaba. Además de sus inquietudes económicas, Sebastián preparaba la realización de extraños experimentos con personas. En ese entorno macabro iba a realizar su proyecto, donde no huele a carne sino a una mezcla entre el olor cortante de la sangre y el indescriptible aroma del hueso aserrado, esencia de partículas de hueso y grasa en suspensión. Tal vez fue ese olor penetrante el que llevaría a Sebastián a buscar el lado salvaje y primitivo de la especie humana.

Valencia, como otras ciudades de cierto tamaño, es cuna de prácticas ilegales como peleas no regladas, peleas de animales, incluso juegos en los que se apuesta la propia vida, o el alma!. Pero Sebastián se quería desmarcar y con la ayuda de varios alcaldes de pueblos periféricos a la ciudad y de concejales corruptos organizó la macabra lucha por la supervivencia de un ser humano en condiciones extremas.

Para ello en una de las estancias de su empresa empezó a construir el decorado. Una habitación de diez metros cuadrados, totalmente acolchada, con mullidas paredes blancas, suelo forrado con una moqueta y en el techo un enorme foco que se incrustaba en lo que también era una superficie acolchada y roja. Además de lo descrito también existía un ligero abrevadero que podría ser llenado desde fuera, sus cantos también serían redondeados y almohadillados. Sebastián ya tenía su escenario, provisto de cámaras para ser presenciado desde una sala de proyecciones contigua.

El experimento consistiría en encerrar dentro de la estancia a un cerdo de 90 kilos de peso y un hombre de la misma envergadura que debería estar completamente desnudo. Estarían encerrados durante treinta días o hasta que uno de los dos muriese o fuera ejecutado por el otro, con la única provisión del líquido elemento. Era la brutal y absurda lucha entre un cerdo y un hombre por salvar la vida. El tiempo estimado de treinta días obedecía a las indicaciones realizadas por doctores y veterinarios de lo que aguantan cerdos y hombres sin comer. Durante el día el foco sería encendido a lo largo de unos segundos de manera intermitente y a diferentes horas, además la temperatura de la cámara tomaría un valor constante y aleatorio, entre los 5ºC y los 35ºC, cada día. De éste modo el que llegase al final de los treinta días necesariamente tendría que haberse alimentado de su oponente o, al menos, haber acabado con su vida. El que a mis oídos haya llegado ésta práctica me produce escalofríos.

Los participantes fueron buscados entre indigentes, algún voluntario y otras personas que, en su posición de necesidad absoluta, aceptaban a cambio de una importante suma de dinero. Fueron diez las personas que participaron, y con respecto a esto hay dos datos curiosos. Entre los ocho primeros ninguno sobrevivió y fueron devorados por los cochinos ante la impasible mirada de altos cargos y ejecutivos de la sociedad valenciana, que coreaban como en circo romano el triunfo de la bestia. El noveno participante, a los dieciséis días de estar encerrado acabó por matar al cerdo que moriría desangrado tras sufrir patadas y mordiscos en genitales y cara. De este modo salió vencedor y con cinco millones de las antiguas pesetas como premio, a cambio a lo largo de los años ha sufrido severos mareos y una ceguera casi completa, debido al sufrimiento y el hambre pasados.

El décimo participante sería el propio Sebastián, obsesionado por demostrar la valía salvaje del hombre y animado por el "triunfo" de Antonio Migrañas (noveno participante). También acabaría muriendo, al séptimo día sacaban lo que quedaba del cuerpo de Sebastián, que no sería otra cosa que lo que restaba del hombre que un día protagonizó la práctica más macabra que ha azotado a la capital del Turia. Aun quedan por ahí los médicos, veterinarios y cargos públicos cómplices de aquellos sucesos, algunos incluso llegaron a ministros de la nación. Y también la desfigurada imagen de Antonio Migrañas que aun padece los delirios que le acompañarían desde su épica lucha contra un animal de su mismo peso. Pero no sólo es la mente de Antonio la que sigue sufriendo el recuerdo de aquellos hechos.
Si algún día pasáis por los alrededores de Mercavalencia, en el silencio de la noche y bajo la luz cómplice de la luna, escucharéis los chillidos agudos y penetrantes de aquellos cerdos, los gritos desgarradores de los humanos usados como cobayas y los no menos macabros aullidos y risas de los organizadores. Locos por la mezcla de olor a hueso, grasa y sangre.

Aun recuerdo su escurridiza piel, era gruesa, casi impenetrable, yo le atacaba con un miedo a morir que no había sentido jamás. Convulso y débil por el hambre. Lo peor era cuando en nuestros enfrentamientos atenuados por la oscuridad se encendía aquel foco, después de ser deslumbrado sólo podía ver los ojos del animal, como yo, atormentado por el miedo y con la pupila transformada en un interrogante. Es lo más perverso que puede hacerse con personas y animales, salir con vida no fue vencer, fue un castigo que dura desde entonces. Todo me huele...

Antonio Migrañas, víctima del pasado oscuro y misterioso de otro de los rincones de la ciudad donde habito.

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lunes, noviembre 20, 2006

La teoría del profesor van Heerde


Immanuel van Heerde nace en Alkmaar en 1969, pequeño pueblo situado entre las ciudades de Amsterdam y Den Helder. Pasó toda su infancia en este peculiar pueblo, paseando en barca por los canales y acudiendo puntualmente al mercado del queso que, cada viernes de verano, hacía las delicias de lugareños y foráneos. Así creció jugando con amigos y sintiendo texturas de distintos quesos en su agradecido paladar. Immanuel fue siempre buen estudiante, desde temprana edad quería ser ingeniero civil, “para arreglar el problema del drenaje en su pueblo”, como le gustaba a él decir. Se Había quedado marcado por las terribles inundaciones de las que le hablaban sus padres, tíos y abuelos.

Pero cuando llegó la hora de la verdad, eligió lo que le dictaba el corazón y no el entorno, de éste modo, anunció a su familia que se iría a estudiar a la Vrije Universiteit Amsterdam, en la facultad de psicología para así ayudar a la gente con sus problemas reales, olvidándose del agua y de las obras que siempre imaginó desde niño. A los seis meses de comenzar sus estudios universitarios, conoció a Evelien, su novia. Los dos estudiaron juntos, Immanuel psicología y Evelien Ciencias económicas. Al terminar los estudios Evelien se puso a trabajar e Immanuel comenzó su carrera en la universidad impartiendo clases de la asignatura psychopatology de quinto curso. Un día ambos fueron juntos a una cena de antiguos alumnos que se prolongaría hasta altas horas de la madrugada, llevaban un tiempo distanciados, cada uno inmerso en su propio grupo de amigos del entorno laboral. Al terminar la noche y tras casi no haber mediado palabra, Evelien se acercó a Immanuel y le dijo que ya no quería estar más con él. Sin inmutarse la miró y le preguntó por el motivo. Ella dijo que no era ninguno y que eran todos, desde su origen rural hasta su falta de ambición, en resumen que ya no era suficiente para ella, que buscaba algo mejor. Immanuel le acompañó a coger un taxi con lágrimas en los ojos y más de cinco copas encima, vio a Evelien disiparse al volver la esquina para siempre. Ese día al volver a casa el joven psicólogo se desplomó en el suelo y lloró hasta verse inmerso en una serie de convulsiones que convergían en el espanto. Pasó las peores tres semanas de su vida, hasta que decidió dejarse la universidad y pidió el traslado a la Universidad de Valencia, año 1995.

Pronto Immanuel encontró su sitio en la capital del Turia, y entró como profesor asociado en la facultad de psicología, ésta vez impartiendo las asignaturas de Psicopatología de los procesos y psicología anormal I y II. En su nueva andadura como profesor encontró el refugio suficiente para poder por lo menos no caer en episodios de profunda tristeza. Pasó años publicando, enseñando y creciendo como miembro dentro de la horizontal estructura universitaria. Tras ocho años en la UV, conoció a Susana, una joven estudiante de la facultad que le hizo volver a sentir lo que algunos se empeñan llamar amor y pocos se atreven a definirlo con certeza y honradez. Ella siempre iba a su clase de cuarto curso, atendiendo con especial interés a todos sus movimientos, embriagada por cada palabra, que emanaba del interior de Immanuel como música celestial. Corría el año 2003 y frente a viento y marea se fueron a vivir juntos, con el rechazo notable de la familia de Susana y la desaprobación del cuerpo académico de la universidad. Todo marchó bien hasta que dos años más tarde Susana desapareció, tan sólo le dio una breve explicación telefónica que se podía resumir en unas ganas voraces de vivir su propia vida. Immanuel se consumió durante un mes en su casa, sólo, con la leve excusa de una baja por depresión. No comía, ni dormía sin la ayuda de pastillas cada vez de mayor gramaje, ni siquiera sentía.
El 12 de febrero de 2005 cogió una libreta, un portaminas, diez cajas de minas de repuesto, dos mil euros, su documentación y se trasladó a Nuenartín, un pueblo del interior de la Comunidad Valenciana. Se refugió en una cabaña que tan sólo disponía de una cama, una mesa, una silla y humedad. Fugazmente iba a la tienda del pueblo a comprar la comida imprescindible para subsistir, y empezó a escribir su teoría. Como los grandes, loco de pena y desazón cogió su lápiz y escribió. Aquí les resumo lo que me contó de su teoría cuando lo conocí en el bar los cuatro vientos de la ciudad de Valencia.

“Una mujer al menos una vez en su vida tiene que hacerle daño a alguien al que ha amado, normalmente se trata de su primer amor verdadero. Esto responde al proceso natural de crecimiento de las mismas. Primero se enamoran, inseguras, después se sienten fuertes y henchidas por el amor y el cariño que han recibido, para más tarde echar a volar con su alimentado ego, dejando atrás al que fue tan sólo un paso en su camino. Por lo tanto es de sabios estar con una mujer ya experimentada, seguro ésta ya ha hecho su daño y no serás tu quien la haga crecer, creceréis juntos. También te digo buen amigo que hay excepciones que refuerzan mi teoría…”

Pasó largo rato hablándome de su teoría, yo escuché atentamente y me marché.

Hoy Immanuel deambula por la ciudad de Valencia, siendo rechazado por toda la comunidad científica por su teoría, que consideran misógina. Es la historia de un niño holandés que un día quiso ayudar, el amor no le dejó.

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viernes, noviembre 17, 2006

El pájaro obeso y el ángel



En mi calle, a medio camino entre el amputado río y el recalentado mar, vive un pájaro de bello y suave plumaje. Un pájaro que habita a ras del suelo y que destaca por su excesivo volumen. Alguien le dijo un día que no era gordo, que era grande, y que dentro de su enorme barriga albergaba un tesoro. El pájaro tiene un problema que no eclipsa su enorme y aparente felicidad, y es que no puede volar, por un extraño temor o por el simple sobrepeso. Su felicidad aún así nadie la cuestiona y es admirado, querido e incluso envidiado por las gentes que de él saben. Puede parecer que su falta de movilidad le ha evitado conocer mundo, pero no es así ya que el mundo ha desfilado por su calle. Como rindiéndole tributo, o un misterioso homenaje que consiste en traerle el mundo a su hogar. De este modo ha convivido con múltiples culturas, ha incluso habitado con sicarios, chamanes, sacerdotes, imanes, maestros sufís y personas de toda clase y condición que se le presentan para que agudice su sabiduría. Pero jamás ha viajado.

Un día hace un año y algo más, exactamente el 18 de Junio de 2005, conoció a alguien que le hizo tener por primera vez en la vida ansia por viajar, por abandonar su implosión existencial y sacar el mundo de su interior para colocarlo en su sitio. Conoció a un ángel, ángel del sexo o del sentido de la vida. Ángel eléctrico que pone belleza allí donde va sin importar el resto del decorado. Como mariposa que aletea en una refinería, como un ramo de flores anónimo en una descuidada embajada, como una carta de amor dejando flotar sus versos en el cieno. El Ángel respondía al nombre de Paca, transmitía una fuerza que ella se esforzaba en llamar debilidad. Sobre sus hombros un peso incalculable y en sus actos una integridad y una vitalidad que no se puede encontrar por más que se busque bajo el tapiz de nuestro mundo. El pájaro abandonó su calle de manos del ángel que lo llevó volando hacia dentro del mar. Le puso olor, sabor y color a un mundo demasiado bello para haberselo comido. El pájaro abandonó su calle y negó todo aquello que se le imponía, para volar, volar hacia dentro y convertir el vuelo en una poesía de vida. De éste modo estuvo más de tres semanas viviendo un sueño, escuchó picar a pájaros carpinteros a ritmo de jembé, observó coreografías imposibles de gaviotas y delfines y otras cosas increibles. Pero él no podía volar, o sentía aun aquel extraño miedo. Una buena mañana, como cada día saludó al sol, pero esta vez le pidió al ángel que lo llevase a su calle, para poder vivir lo que todo el mundo le atribuía como destino. Volvió para hacer pequeño el mundo, pero ahora cuando recuerda a Paca, algo le sonríe en el interior. Hay gente que vuela y sólo por eso la ama, volando, volando y sin parar de amarla. Por muy grande que sea el vértigo.

Ayer el pájaro obeso vió pasar a Paca, no llevaba de la mano a nadie, ahora le toca surcar el cielo sin tener que mostrarselo a quienes carecen de valor.

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miércoles, noviembre 15, 2006

El niño vecino

Hace años que habito en el mismo lugar. Sito en medio de una ciudad de esas que hacen del anonimato y el individualismo los colores básicos de su identidad, una bandera. En una gran avenida, dentro de un edificio con ciento veinte viviendas, distribuidas en dos escaleras, diez plantas y seis pisos por planta. En una colmena en la que nadie sabe quien es quien, los saludos deben ser arrancados de las personas, absortas en su pasajera existencia. Éste es el lugar donde se suceden los extraños hechos que voy a contar. Y el protagonista es un niño vecino cuyo extraño comportamiento rebasa la explicación psicológica posible.

El niño vino con su madre y con su abuela hace años, procedentes de un pueblo que se encuentra en el interior de alguna despoblada provincia. Desde el primer momento en que lo vi, noté que su mirada y su expresión no eran propias de un niño, como si alguien habitara escondido dentro de él. Y si alguien se esconde seguro que no es por sentir abrigo.

Cuando vino a vivir a la puerta contigua a mi vivienda sólo era extraña su mirada, entre inteligente y macabra. Pero era muy pequeño, tendría unos cinco años, y sus comportamientos más ruines se reducían a algún mordisco o grito exagerado. Entonces empezó a crecer.

Un día iba paseando por la calle cuando de repente una piedra pasaba a escasos centímetros de mi cabeza, me volví y ahí estaba, desafiante, haciendo evolucionar su mirada hasta el punto de producir escalofríos. No le di importancia, aunque si comprobé que ahora que había crecido ya podía lanzar proyectiles en cualquier momento. Algún otro día lo ví subirse a sitios altos para después lanzarse y sentir el dolor sin quejarse, primero el capó de un coche, después un jardín alto, para terminar subido a un andamio y tirarse prácticamente de una primera planta. Todo esto con los aullidos pertinentes de sus perseguidoras, madre y abuela. Tampoco me parecía digno de mención porque al fin y al cabo era un niño, y los hay más y menos traviesos.

Otro día subía la madre en el ascensor, el niño lo hacía por la escalera y yo salía de casa.

Madre- Hola, que tal te va? Cuanto tiempo sin vernos.

Yo- Muy bien. Si, la verdad es que ahora paso poco tiempo por casa. Y el niño?

Madre- Sube siempre por las escaleras, espera que le doy un susto.

La madre se escondió, justo en la esquina que venía de la escalera y comunicaba con el pasillo distribuidor de las viviendas. El niño llegó, y la madre le dio un susto. Hasta aquí todo normal, porque no hemos hablado de la reacción del chaval. Me miró con ojos enfurecidos mientras no paraba de dar patadas a su madre, difícil de describir porque sus movimientos eléctricos y crueles no podían tener explicación alguna.

Al día siguiente la madre me llamó a casa y me pidió ayuda para colocar unas ventanas que le habían arreglado, estuve un rato hablando con ella hasta que apareció el protagonista de nuestra historia al fondo del pasillo. Me vio, sonrió y sin mediar palabra vino corriendo hacia mí. Yo separaba los brazos para recibirlo con afecto, él se acercaba con gran velocidad, llega, lo intento coger y zas!, sus manos se escabullen de las mías y me capa con ambas. El dolor era intenso, pero yo, sinceramente, no sé si sentía más incomodidad por el dolor o por el hecho de estar en casa de mi vecina con su hijo balanceándose colgado de mi aparato. Extraña situación.

Todas estas cosas pasaron cuando el niño tenía entre cinco y siete años, pero hace poco viví algo que desencadenó lo que ahora me preocupa. La escena se produce en el portal del edificio. Yo hablaba con el portero de cualquier tontería cuando aparece el niño con la señora que lo cuida, otro encanto de mujer que ronda los cincuenta años. La mujer hablaba desesperada:

Mujer- Como se va a poner tu madre cuando vea lo que traes!
Yo- Que pasa?
Mujer- Nada, mira lo que le da por escribir ahora.

Entonces fue el niño el que me tendió la mano con una pequeña libreta de tapa azul. En la libreta había escrito lo que parecía ser una historia por capítulos. La historia, que no puedo transcribir aquí porque no la recuerdo, trataba de asesinatos, macabras ejecuciones realizadas por un niño a su padre, a sus amigos y a sus hermanos. Con todo lujo de detalles y con faltas de or-

tografía que aun las hacían más inquietantes. Me quedé blanco, y miré apenado a la cuidadora que no entendía tanto horror, ella también era ejecutada en la libreta y guardada a trozos en un armario. Me dirigí al niño:

Yo- Vaya tela! Porque no escribes cosas más bonitas?, no ves que esto a la gente no le gusta, le pone triste.

Niño- No me gusta escribir de otra cosa. Me gusta esto.

Yo- Y no te da miedo?

Niño- No.

Dejé de hablar con él para no darle mayor importancia a sus textos, pensando que tal vez sea algo pasajero.

Mis conocimientos de psicología son muy reducidos pero el origen del comportamiento extraño de este niño puede ser variado. Videojuegos, Televisión, excesivo consentimiento, deseo de llamar la atención, algún otro juego que comparta con sus compañeros de escuela. Pero esto no explica todo, quizá tan sólo una pequeña parte, por lo que cualquier teoría se puede quedar coja sin conocer más profundamente al niño.

Pero para evitar cualquier tipo de duda, el destino ha querido que yo presencie algunas cosas que me cuesta contar. El niño, cada día desde hace al menos tres o cuatro semanas toca a mi puerta a las seis de la mañana, yo me asomo por la mirilla y lo veo con cara de sueño repetir las palabras: “Tengo todo el tiempo del mundo y tú ya no perteneces al mismo”, las repite una y otra vez, durante veinte minutos aproximadamente, y luego calla. Vuelvo a mirar y ya se ha ido.



Hasta hace cuatro días que abrí la puerta. Me lo encontré con los ojos en blanco y salió corriendo. Fui tras él, salimos del edificio y corrí hasta adentrarme en la huerta limítrofe con la ciudad. Atravesé campos de trigo, de caña de azúcar, de nogales, de yuca y té, praderas con ciervos e incluso un bosque. Nada de esto se encuentra donde yo lo hallé. Seguí corriendo hasta atraparlo y cuando lo tenía en mis brazos se escurrió y se transformó de repente en una piedra con forma cúbica que humeaba del frío. Volví a casa aterrado, atravesando huerta abandonada y urbanismo depredador, ya no había campos ni praderas. Al día siguiente por la tarde me lo encontré y rió.
Ahora me consta que la madre lo hace salir poco a la calle porque la cabeza le está creciendo y puedo asegurar que en cuatro días ha aumentado a una vez y media lo que era. Sigue apareciendo cada mañana a las seis, ahora con su sobredimensionada cabeza, no he vuelto a abrir. Pero le sigo escuchando, sin cesar: “Tengo todo el tiempo del mundo y tu no perteneces al mismo”.

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